jueves, 10 de febrero de 2011

Vieja Estación


Por naturaleza, las estaciones no se mueven; a ellas se llega, con el polvo y las sonrisas de otros lugares. Pero Vieja Estación, banda de cuna argentina y pies en todos lados, se comporta al revés, a la manera de los trashumantes de la música, que no pueden estarse quietos sin que el horizonte los arranque del ferrocarril aledaño, seguro y previsible.

Como en los sueños, no fuimos nosotros quienes llegamos a esa estación de trenes olvidada. Fue ella, mahometana, la que bajó a la Ciudad de México y llegó hasta nosotros. Todavía pudimos alzar la vista y contemplar el descenso lento, lento, como de virgen voluminosa que se hace la aparecida. De su base de tierra, que a cada movimiento se desmoronaba un poco, colgaban flecos oscilantes y húmedos: raíces, tubérculos, lombrices, todo lo que hay debajo de un cuerpo vivo.

Una estación hermosa de plataformas desoladas, con la herrumbre de su aire, con su luz vespertina de domingo ocioso, con sus vías mohosas que sirven de mirador a las gusanos, con su grifo que moja un caracol a cuentagotas, con sus verdes escalones donde pastan lagartijas. Y en su interior, oh sorpresa, una gavilla de ostrogodos argentinos, juglares y trovadores nacidos en Buenos Aires, músicos que parecen imaginados por Alcofribas Nasier para el sano esparcimiento de Pantagruel a la hora de la digestión (antes, se los come… y adiós música).

Ellos la hicieron su casa durante la última década del siglo pasado, y usaron sus propias alas para elevarla por los aires y traerla hasta la Ciudad de México. ¿Quiénes? Los hermanos Espósito (Ignacio, Santiago y Ezequiel), con Mauro Bonamico y José Luis Sánchez, que aparecieron como dos expósitos para darle mayor fuerza a la banda.

Lo que queremos decir es que pocas veces una banda de rocanrol y blues nos había revuelto los adentros con su música y con sus letras.

Música de las vísceras y frases que salen del pozo más profundo del alma. Comprobamos una vez más que el amor, la fe y la belleza suceden sólo cuando nos miramos ante el espejo. Todos somos Narcisos que besamos nuestra propia imagen, que sólo creemos en nuestros propios ojos, que sólo bailamos ante nuestra propia sombra.

En Vieja Estación aparece el diablo, ese demonio doliente que carga con sus exilios, sus ausencias y sus rompimientos.

Con Vieja Estación, nos miramos al borde de un carretera abandonada y mascullamos su verso apotegma: cambio los zapatos, pero no cambio el camino.

Poco a poco, como benéfica neoplasia, pequeños alfileres de celeste cabeza han ido cubriendo el mapa de México. Y es que Vieja Estación se ha presentado ya en Aguascalientes, en la Ciudad de México, en Tabasco, en Guanajuato (San Miguel de Allende), en Querétaro, en Zacatecas...

El placer de acompañar a Vieja Estación en sus viajes al interior de la República, es siempre doble. Por un lado, el gozo de escuchar y de constatar que estamos ante verdaderos músicos, ante una verdadera orquesta. Con Vieja Estación, el blues y el rocanrol nunca suenan artificiales o inconsistentes, al contrario, bajan a este valle de lágrimas para consuelo de los afligidos y refugio de los cansados que padecemos la constante fealdad de la basura acústica en la calle y en la oficina, en el restaurante y en el Banco, en el taxi y en el camión, en el Metro y hasta en el teléfono (la fealdad, es decir, la degradación enfermiza de rostros y cuerpos- está ligada a la fealdad de la mierda que se consume a manera de música –porque el suadero no puede ser culpable único de tanta monstruosidad).

El próximo 26 de febrero, Vieja Estación presentará en el Salón Los Ángeles su CD GOIN' DOWN TO MEXICO, no sólo uno de los mejores discos de blues que se han grabado en nuestro país sino también el primero que cuenta en cada una de sus canciones con músicos emblemáticos del género, entre ellos Billy Branch, Peaches Staten y Carlos Johnson, quienes viajarán de Chicago a la Ciudad de México para participar ese sábado como invitados especiales de la banda.

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